sábado, 7 de junio de 2014

Capitulo 5

Capitulo 5


Pena líquida

Dos días más tarde.

Barrí el último mechón de pelo hacia atrás y lo fijé en su lugar con la horquilla. Apenas me reconocía en el espejo. Estaba pálida, blanca como un fantasma, con ojeras oscuras debajo de mis ojos. Mis ojos me miraron desde el espejo, azules claros como el cielo y tan vacíos.

—¿Lali? —La voz de mi madre vino detrás de mí, suave, vacilante.

Su mano se cerró alrededor de mi brazo. No me alejé—. Es hora de ir, cariño.

Parpadeé con fuerza, parpadeé de nuevo a la nada. No sentía nada. Me sentía sin lágrimas. Estaba vacía por dentro, porque estar vacía era mejor que sentir la agonía. Asentí y volví sobre mis talones para pasar por delante de mi madre, ignorando el rayo de dolor cuando mi escayola golpeó el marco de la puerta. Mi padre sostenía la puerta abierta, los ojos mirándome con atención, como si pudiera explotar o desmoronarme.

Cualquier cosa era posible. Pero no iba a pasar, porque había que sentir para que pasara. Y yo no sentía. Nada. Nada. Nada era lo mejor.

Bajé los escalones, taconeando a través de la calzada asfaltada hasta el Mercedes SUV de mi papá. Me deslicé en el asiento trasero, deslicé el cinturón a través de mi torso y esperé en el silencio. Vi a mi madre parada en la puerta frente a mi padre, los vi intercambiar miradas de preocupación hacia mí. Después de un momento, mi padre cerró la puerta y los dos se metieron en el coche. Nos alejamos en silencio.

Los ojos de mi padre se cruzaron con los míos en el espejo retrovisor.

—¿Quieres algo de música?

Sacudí la cabeza, pero no pude encontrar la voz para hablar. Apartó la mirada y siguió conduciendo. Mi madre se retorció en su asiento para mirarme, abrió la boca para decir algo.

—No, Maria Jose —dijo papá, tocando su brazo—. Sólo déjala estar.

Los ojos de mi padre se encontraron con los míos por el espejo retrovisor, intenté expresar mi gratitud en silencio, con los ojos muertos.

La lluvia caía. Lenta, gotas gruesas a través del aire quieto y caliente. No era nada como la tormenta que robó a Pablo. Nubes grises y pesadas, bajas en el cielo, como un techo roto. Cemento húmedo, hierba brillando y charcos en las aceras.

Agarré un arrugado pedazo de papel en mi mano. La nota. Ahora la había memorizado. La leí y releí tantas veces.

La sala pequeña del velatorio, estaba llena de demasiadas personas. Me puse de pie junto al ataúd, negándome a mirar hacia adentro. Estaba de pie junto a un collage con buen gusto, con imágenes de Pablo, de nosotros juntos. Eran extraños en las fotos, pensé que, al verme feliz, feliz, viviéndolo.
Palabras habladas, condolencias vacías. Manos apretando la mía, labios rozando mi mejilla. Amigos llorando. Primos. Becca, abrazándome. Jason de pie frente a mí, sin hablar, sin abrazarme; ofrecerme su silencio es lo mejor que me pudo haber dado.

Entonces, oh Dios... el Sr. y la señora Lanzani, de pie delante de mí. Han estado aquí todo el tiempo, pero no podía verlos. No podía soportar la idea de mirar sus ojos. Pero ahora que están aquí, con las manos entrelazadas entre ellos, dos pares de ojos marrones tan parecidos a los de Pablo, sujetándome, buscándome. Dije algo sobre lo que pasó. Había una tormenta, un árbol cayó. Pablo me salvó.

Nada acerca de la propuesta, el anillo en el dedo, el dedo equivocado. Nada sobre el hecho de que estábamos discutiendo. Que debería haber sido yo.

Eso, si hubiera hecho... Dios, tantas cosas de manera diferente, su hijo seguiría vivo.

Nada acerca de que su muerte es culpa mía.

Si yo hubiera dicho que sí, él todavía estaría vivo. Hubiéramos subido a la habitación. Hecho el amor. El árbol se habría estrellado en la casa, pero no cerca de nosotros.

Los miré a los ojos y traté de encontrar palabras.

—Lo siento mucho.

Era todo lo que podía decir, y aun eso era apenas audible, palabras rotas que salían como fragmentos de mi boca.

—Oh lali... Yo también.

La señora Lanzani me envolvió en un abrazo, lloró en mi hombro. Me puse rígida, el contacto físico era demasiado. Tuve que aspirar el aire por la nariz y lo dejé escapar por la boca, en su cabello negro y lacio, temblando y tensa. No podía permitirme sentir. Si sentía, me rompería.

No creo que entendiera que estaba pidiendo su perdón por haber matado a su hijo. Pero esas tres palabras eran todo lo que pude sacar a relucir de mí. Finalmente su marido la apartó y la metió en su lado mientras ella se estremecía.

La gente iba y venía, las palabras fueron pronunciadas. Caras pasaron delante de mí en un borrón. Asentía a veces, murmurando cosas. Sólo para que supieran que no estaba catatónica, que estaba viva físicamente.

No lo estaba, sin embargo. Respiré. Mis sinapsis se dispararon, mi sangre bombeaba en círculo. Pero estaba muerta, muerta con Pablo.

Papá se deslizó a mi lado, me abrazó con uno de sus brazos.

—Es el momento, Lali.

Yo no sabía lo que era tiempo de hacer. Me giré en su abrazo y lo miré, arrugando las cejas.

Vio la pregunta.

—Para tener el servicio. Para cerrar el ataúd y... enterrarlo.

Asentí. Él me llevó a una silla y me senté. El Sr. Lanzani estaba de espaldas a la urna y habló. Escuché sus palabras, pero no significaban nada. Palabras sobre Pablo, cuán maravilloso, fantástico, prometedor era, abreviando. Acortando. Palabras verdaderas, pero vacías en este caso. Nada importaba. Pablo se había ido, y las palabras no significaban nada.
La señora Lanzani no podía decir nada. Jason habló de cómo Pablo era un gran amigo, y esas palabras fueron ciertas, también.

Luego fue mi turno. Todo el mundo me miraba. Esperando. Me puse de pie y caminé hacia donde todo el mundo había estado, detrás de un pequeño podio con un micrófono desconectado. Cogí la madera con las uñas, que estaban pintadas en un color ciruela oscuro por mi madre.

Sabía, pues, que había cambiado. La vieja Lali habría sabido qué decir, habría encontrado palabras corteses y bien intencionadas, hubiera hablado de lo increíble que Pablo era, lo cariñoso y atento, la forma en que teníamos un futuro juntos.

Pero nada de eso salió, porque ya no era esa Lali.

—Amé a Pablo.

Me quedé mirando la madera clara del podio, ya que los ojos de la gente en los asientos habrían atravesado el blindaje de adormecimiento, habría disparado a través del río de magma profundo dentro de mí que eran mis emociones.

—Lo amaba tanto. Todavía lo hago, pero... se ha ido. No sé qué mas decir. —Me quité el anillo de la mano derecha y lo levanté. Algunas personas se quedaron sin aliento—. Me pidió que me casara con él. Le dije que era demasiado joven. Le dije... que iría a California con él. Iba a ir a Stanford y a jugar al fútbol. Pero le dije que no, no... Y ahora se ha ido.

No podía seguir sosteniéndolo, pero tenía que hacerlo. Reprimí la crisis nerviosa, la tragué y lo forcé hacia abajo. Me puse el anillo en mi mano derecha y salí de la habitación viendo sin mirar el ataúd. Sabía, desde que la abuela Lanzani murió, que la cosa en el ataúd no era Pablo.

Era una concha, una cáscara, una calabaza de arcilla vacía. No quiero ver eso. Quería ver en mi mente al Pablo fuerte, al gloriosamente magnífico Adonis, la forma en que sus músculos se movían y ondulaban, la forma en que sus manos me tocaban y la forma en que su sudor se mezclaba con el mío.

El problema era, que todo lo que podía ver cuando cerraba los ojos  era que un zapato, sus ojos buscando los míos mientras su vida terminaba, su mano encrespada alrededor de mis dedos y luego caer al vacío y débil mientras me dejaba llevar.

Salí de la casa funeraria, corriendo por la puerta trasera y en línea recta, a través de la hierba mojada, hasta un roble enorme, que se encontraba detrás del edificio. Para el momento en que me estaba apoyado contra la áspera corteza, mi vestido negro estaba empapado y pegado a mi piel. Mi cabello colgaba en cuerdas húmedas más allá de mis hombros. Me estremecí, luchando por mantener todo adentro. Respiré, ahogándome con mi lengua, mientras trataba literalmente de morder los sollozos.

Me volví en el lugar y presioné mí frente en la corteza, apretando los dientes y jadeando, gimiendo a través de mis labios. No llorar, no llorar. Porque no podía. No podía permitírmelo.
Sentí un calor descendiente sobre mis hombros, la seda suave de una chaqueta. Me alejé del árbol y me volví, para ver un par de ojos mirándome, imponentes, penetrantes e impresionantemente azules. El rostro era inquietante, familiar, cincelado y dolorosamente hermoso como Pablo, pero más duro. Más viejo, más fuerte. Más áspero. Menos perfecto, menos escultural. Con un pelo desgreñado, largo, 
sucio, espeso, brillante y negro azabache.

Pedro. El hermano de, cinco años mayor Pablo.

No había visto a Pedro en mucho, mucho tiempo. Se fue de casa cuando Pablo y yo éramos unos niños, y no había vuelto desde entonces. Ni siquiera estaba segura de dónde vivía, qué hacía. No creo que él se llevara bien con el señor Lanzani, pero no estaba segura.

Pedro no dijo nada, sólo puso la chaqueta sobre mis hombros y se recostó contra el tronco del árbol, con su camisa blanca empapada mostrando su piel, y la tinta oscura de un tatuaje en el brazo y el hombro. Algo tribal, tal vez.

Miré a Pedro, y él se encontró con mi mirada, nivelada y calmada, pero aún llena de dolor. Entendió mi necesidad de silencio.

 Sentí algo duro en el bolsillo interior, metí la mano dentro y saqué un paquete de Marlboro y un Zippo. Pedro levantó una ceja, tomándolos de mí. Abrió la tapa y sacó un cigarrillo, prendió el Zippo y lo encendió.

Puso el filtro entre los labios y lo chupó, y sentí algo extraño suceder en mi interior mientras sus mejillas se ahuecaban. Una sensación como si lo conociera, aunque no lo hacía. Como si siempre lo hubiera visto arrastrar una cortina de humo y soplar el aire lentamente por sus los labios fruncidos. Como si siempre lo mirara con desaprobación, pero nunca expresara mis pensamientos.

—Lo sé, lo sé. Estas cosas van a matarme.

Su voz era áspera, ronca y profunda, pero de alguna forma melódica.

—No he dicho nada.

Eso fue lo que más había hablado, en más de cuarenta y ocho horas.

—No tienes que hacerlo. Puedo verlo en tus ojos. Me desapruebas.

—Supongo. Fumar es malo. Tal vez sea una aversión heredada — Me encogí de hombros—. Nunca he conocido a nadie que fume.

—Ahora sí —dijo Pedro—. No fumo mucho. Socialmente, por lo general. O cuando estoy estresado.

—Esto cuenta como el estrés, creo.

—¿La muerte de mi hermano pequeño? Sí. Esta es una ocasión para fumar un cigarrillo.

Pronunció las palabras casualmente, casi insensiblemente, pero vi la agonía aplastante en sus ojos cuando miró hacia otro lado, se quedó mirando la cereza de color naranja brillante de su cigarrillo.

—¿Puedo probar?

Me miró, levantando una ceja, en silencio preguntando si estaba segura. Sostuvo el tubo blanco hacia mí, la parte inferior atrapado entre dos dedos. Tenía mugre debajo de sus uñas y las puntas de los dedos eran callosas, la marca de un guitarrista.

Tomé el cigarrillo y tentativamente lo puse en mis labios, lo sostuve allí por un momento, luego chupé. 
Probé el aire penetrante, algo así como menta, lo inhalé. Mis pulmones ardieron y protestaron, y lo eliminé, tosiendo. Pedro se rió, una risa baja.

Estaba tan mareada que casi me caí. Puse la palma en el tronco del árbol para equilibrarme. Pedro envolvió una gran mano alrededor de mi codo.

—La primera calada causa mareos. Incluso ahora, que ha pasado un tiempo me mareo. —Él tomó el cigarrillo de vuelta e inhaló, a continuación, lo sopló por su nariz—. Eso sí, no te vuelvas adicta, ¿de acuerdo? No necesito esa mierda, saber que te enganché a fumar. Es una mala costumbre. Debo dejar de fumar.

Dio otra calada, haciendo mentira sus palabras.

Se dejó caer contra el árbol, encorvado, como si el peso del dolor fuera demasiado para poder sostenerse. Conocía ese sentimiento. Tomé el cigarrillo entre los dedos, haciendo caso omiso de la extraña y desagradable chispa que se disparó por mi brazo cuando mis dedos tocaron los suyos.

Tomé una calada, probé el humo, lo expulsé, volví a toser, pero menos en esta ocasión. Sentí que la ligereza en mi cabeza se propagaba. Me gustó la sensación. Tomé otra, y luego se lo devolví. Vi a mi madre de pie en la puerta que había dejado, observando.

Pedro siguió mi mirada.

—Mierda. Supongo que es hora de irse.

—¿Puedo ir contigo?

Se detuvo en el acto de empujarse lejos del árbol. Se puso de pie, treinta centímetros más alto que yo, sus hombros, como los cojines de un jugador de fútbol, brazos gruesos. Me di cuenta, que era enorme. Pablo había sido delgado y tonificado. Pedro era... algo más. Obviamente poderoso. Duro. Primal.

—¿Ir conmigo?

Parecía sorprendido por la petición.

—Hasta el cementerio. Ellos... quieren hablar. Hacerme preguntas. No puedo... Yo no puedo.

Echó una última calada, luego pellizcó la punta con los dedos, la pisó, y se metió la colilla en el bolsillo.

—Por supuesto. Vamos.

Lo seguí a un Ford F-250 con enormes llantas y con tubos de escape diesel detrás de la cabina. Estaba salpicado de barro y tenía una caja de seguridad en la parte de atrás. Caminó a mi lado, sin tocarme, sólo estando allí. Oí la voz de mi madre en la distancia, pero la ignoré. No podía manejar las preguntas que sabía que tendría.

Pedro abrió la puerta del copiloto, me ofreció su mano y me levantó. Una vez más, sentí un terrible, y poderoso rayo de energía pasar a mí a través de su toque. La culpa me asaltó.

Pasé cerca de él mientras me acercaba a la cabina. Olía a cigarrillos y colonia y algo indefinible. Lo vi tragar saliva y mirar hacia otro lado, dejando ir mi mano tan pronto como fue posible. Se limpió la palma de la mano en su pantalón, como si quisiera borrar el recuerdo de una emoción por el toque.

Un momento después, estaba en la cabina junto a mí, girando la llave para arrancar el camión, con un estruendo ronco. Los asientos de cuero vibraron bajo mis muslos, no era nada desagradable. Me quité su abrigo y lo puse en el asiento entre nosotros. Mientras la camioneta se movía, la música sonaba por los altavoces, voces masculinas y femeninas sonaban en una armonía inquietante: “... Si muero antes de despertar... Yo sé que mi alma el Señor no tomará... Soy un hombre muerto... Yo Soy un hombre muerto caminando...

Algo se rompió en mi pecho y tuve que apretar los dientes hasta que me dolía la mandíbula para evitar el desmoronamiento.

—¿Qué? ¿Quién es? —le pregunté, con la expresión cruda y con voz áspera.

—The Civil Wars. La canción se llama “Barton Hollow”.

—Es increíble.

—Has oído treinta segundos.

Me encogí de hombros.

—Esto... me habla.

Tocó algo en el tablero de instrumentos y el canto comenzó desde el principio. Escuchaba, absorta. La siguiente canción me agarró también, y Pedro conducía, sin hablar, dejando que escuchara. La presión creciente en el pecho disminuyendo con el poder de la música.

Todo el tiempo, estuve consiente de la presencia de Pedro en la camioneta como un punto de calor. Llenaba las cuatro puertas de la cabina hasta que me sentía casi claustrofóbica. Casi. Excepto... Que su presencia era, de alguna manera, un bálsamo en la herida abierta de mi corazón.

Este sólo hecho es suficiente para causar un río de culpa. No debería sentir esto. No debería sentir nada. No debería haber ningún bálsamo, ningún consuelo.

No me lo merecía.

Había un toldo establecido sobre la tumba abierta, dos hileras de sillas. La lluvia se había vuelto fría. Me estremecí cuando me bajé de la camioneta, y Pedro estaba allí de nuevo, abriendo la puerta y extendió su mano.

Parecía demasiado áspero, demasiado grande, demasiado duro en los bordes para ser un caballero. Era una contradicción. Grasa debajo de las uñas. Manos duras y callosas, como el hormigón arenoso bajo mi palma suave mientras me bajaba de la camioneta.

Sus ojos se deslizaron sobre los míos, sosteniéndolos en mí por un instante, vaciló como si estuviera buscando, memorizando. Su manzana de Adán se balanceaba mientras tragaba. Sus ojos se estrecharon y se lamió los labios, mientras liberaba mi mano después de un tiempo demasiado largo.

Respiró hondo, metió la mano en el bolsillo del pantalón y tintineó sus llaves.

—Vamos a hacer esto —dijo con un suspiro.

Lo seguí. No quiero hacer esto. Quería huir. No quiero ver la caja de madera que contiene el cadáver de mi primer amor mientras baja a la tierra. Casi me volví y corrí.

Luego Pedro paró, sus sorprendentes ojos azules me penetraron. Asintió, una breve inclinación de su barbilla, pero fue suficiente para poner uno de mis pies delante del otro, me llevó a la tumba. Conocía mis pensamientos, al parecer. Sabía que quería correr. Pero no podía saber, no debería saberlo. No, no podía conocerme. Lo había visto dos veces en mi vida. Era el hermano mayor de Pablo, nada más.

Sentía los ojos de mi madre sobre mí mientras me detuve en el ataúd de madera de cerezo oscura. Puse mis dedos en mis labios para mantener en los sonidos, las emociones. Sentía los ojos de mi padre sobre mí. Sentía los ojos del señor y la señora Lanzani sobre mí. Todos los ojos sobre mí. Llevé la mano a la madera fría, ya que parecía que es lo que se espera de mí. No quería nada más subir a la caja con él y dejar de respirar, encontrarlo en lo que sigue de la vida.

Tropecé cuando me di vuelta, el tacón alto atrapado en la hierba. La mano de Pedro salió disparada y me sujetó, una vez más. Contacto eléctrico, ignorado. Me soltó de inmediato, y se sentó. Un predicador o ministro en un traje negro con una camisa de color negro y la cosita blanca en el cuello estaban sobre la tumba, entonando versos de la Biblia y las palabras rutinarias para supuestamente consolar.

No podía respirar. Me estaba ahogando por la emoción reprimida. Tenía una flor en la mano de alguna manera, y el ataúd estaba siendo bajado al horrible abismo negro. Me puse de pie sobre el agujero y arrojé la flor, como se esperaba.

—Lo siento —le susurré. Nadie me escuchó, pero no era para cualquiera, era para Pablo de todos modos—. Adiós, Pablo. Te quiero.

Después me volví, y corrí. Me quité los zapatos y corrí descalza por la hierba, mas allá del otro lado del estacionamiento de grava, haciendo caso omiso de las voces que me llamaban.

El cementerio estaba a sólo unos kilómetros de distancia de la casa de mi padre, de casa, de la casa de Pablo. Seguí el camino de tierra, ignorando el dolor punzante cuando las rocas se clavaban en mis pies. 

Di la bienvenida al dolor, el dolor físico. Sólo corrí. Corrí. Fuera de balance por el brazo con el yeso. Cada paso empujaba mi brazo roto, añadiendo dolor. Giré en la calle correcta y corrí un poco más. Oí un coche detenerse a mi lado, oí la voz de mi padre rogándome. Lluvia apedreando mi cabeza, aún bajo la lluvia, siempre la lluvia, la lluvia sin parar desde el día en que murió. No hice caso a mi padre, sacudí la cabeza, golpeando con el pelo mojado mi barbilla. Creo que estaba llorando, pero la lluvia se mezclaba con la sal caliente.

Otro coche, otra voz, ignorada. Correr, correr, corrí. El vestido húmedo contra mi piel, aferrándose, batiendo contra mis muslos. Mis pies dolían, ardían y punzaban. Mi brazo insoportable, con cada sacudida. A continuación, pasos espaciados se adelantaban, rítmicos, sin prisas, el ritmo de un corredor. Sabía quién sería. No trató de mantener el ritmo, y traté de fingir, sólo por un momento, que era  Pablo detrás de mí, haciéndome correr por delante para poder mirarme el culo. Esa idea, esa imagen, ese recuerdo de Pablo detrás de mí mirándome, me hizo luchar por respirar, luchar contra las olas de lágrimas.

Corrí más duro, y su paso detrás de mí aumentaba. Sacudí la cabeza, golpeando mi pelo húmedo en mi boca. Después de unos cuantos pasos, estaba a mi lado, con la camisa mojada y transparente, sin la corbata, con los botones abiertos a la mitad del pecho. Mantuvo mi ritmo fácilmente. No dijo nada, ni siquiera me miró. Sólo corrió a mi lado.

Nuestra respiración comenzó a sincronizarse, inhalando en dos pasos, exhalando a cabo de dos pasos, un ritmo demasiado familiar. A una milla de la casa, tropecé con una gran roca en el camino y me torcí el tobillo hacia adelante. Antes de que pudiera chocar con el suelo, estaba en brazos de Pedro. Redujo el paso, llevándome como un bombero, un brazo debajo de mis rodillas, el otro alrededor de mis 
hombros. 
Respiraba con dificultad, y había algún problema en su paso.

—Puedo caminar —le dije.

Pedro paró y me soltó. En cuanto puse el peso en mi tobillo, sin embargo, cedió y tuve que saltar para mantenerme en pie.

—Deja que te lleve —dijo Pedro.

—No.

Agarré su bíceps en mi mano, apretando los dientes y di un paso. Me dolía, pero podía hacerlo.
 No sería llevada. Habría muchas preguntas si me presentara en casa en los brazos de Pedro. Ya habría un aluvión, lo sabía.

La verdadera razón, sin embargo, era porque se había sentido muy bien, ubicada en sus brazos. Muy reconfortante. Demasiado natural. Demasiado como en casa.

La culpa me asaltó de nuevo, e intencionalmente puse demasiado peso sobre el tobillo torcido, enviando dolor punzante a mi pierna. El dolor era bueno. Esto me distrajo. Me dio una razón para quejarme entre dientes y llorar. Estaba llorando por el dolor en el tobillo, y eso pasaría.

No iba a llorar por el dolor en mi corazón, porque eso no se desvanece. Sólo se hace más pesado y más difícil, y más cortante con cada minuto, hora, días que pasan.
Tropecé y la mano de Pedro me estabilizó.

—Por lo menos apóyate en mí, Lali —dijo—. No seas terca.

Me detuve, con el pie levantado ligeramente. Dudando. Considerando.

—No.

Me saqué su mano de encima, bajé mi pie y di un paso normal. Sin renguear, sin cojear.
Me dolía tanto que no podía respirar, y eso era bueno. Me apartó de la culpa. Apartó el dolor en mi alma. Apartó la pesadilla, el conocimiento de que Pablo se había ido para siempre. Ido. Muerto. Perdido.

Muerto por salvarme.

Di otro paso y dejé que la agonía pasara a través de mí. Agaché la cabeza para que mi pelo se cayera alrededor de mi cara, oscureciendo mi visión de ambos lados. Oí los pasos de Pedro a mi lado, oí su respiración, olí el olor acre del humo del cigarrillo, la vaga colonia, y el sudor por el esfuerzo. Olor a hombre. Exclusivamente Pablo y demasiado reconfortante, muy familiar.

Tomó mucho, mucho tiempo caminar hasta la casa, mi tobillo estaba hinchado, palpitante, disparando dolor por mi pierna y mi cadera. Abrí la puerta, ignoré a mis padres en el estudio, que saltaron a sus pies, y me llamaban por mi nombre. Pedro me había seguido adentro.

—Se torció el tobillo —les dijo—. Creo que es un esguince.

—Gracias por ir con ella —dijo papá. Oí la sospecha en su voz mientras escuchaba desde lo alto de las escaleras.

—No hay problema.

Escuché los pies de Pedro sobre el mármol, luego la puerta abrirse.

—Lo siento por tu pérdida, Pedro.

La voz de mi madre.

—Sí.

Eso fue todo de él, sólo una palabra, y luego la puerta se cerró y él se había ido. Cojeé dentro de mi habitación, dejándome cojear ahora que estaba sola. Cerré la puerta y me quite el vestido, mis bragas empapadas por la lluvia, envolví un plástico alrededor de mi yeso y entré en la ducha. Agua caliente, escaldando en mi espalda baja, quitando el dolor, pero no la culpa.

Cuando el agua corrió tibia, salí, me sequé, me envolví en mi bata y me acurruqué en la cama bajo una pila de mantas. El silencio de mi habitación era profundo.

Cerré los ojos y vi a Pablo, aplastado bajo el árbol, atravesado, sangrado, la respiración sibilante. Oí su voz susurrando: “Te amo... Te amo...” una y otra vez, hasta que no tuvo más aliento y las sirenas en la distancia gritando su muerte.

Oí mi puerta abrirse, sentí la cama hundirse mientras mamá se sentaba a mi lado. Apreté los ojos bien cerrados, sentí algo goteando caliente y húmedo por mi mejilla. No era una lágrima. No iba a llorar.

No podría. Dejarlo ir sería abrir mi alma. Nunca se detendría. Me rompería... Sólo añicos. El líquido en la mejilla era sangre, surgiendo fuera de mi corazón rasgado y hecho jirones.

—Lali... Cariño. —La voz de mamá era suave y tentativa. La sentí levantar las sábanas y sondear el tobillo con un dedo—. Oh Dios, Lali.

Necesitas ver un doctor. Tu tobillo está hinchado y morado.

Sacudí la cabeza.

—Sólo envuélvelo. Ponerle hielo. No está roto.

Ella suspiró, se quedó en silencio durante un largo minuto, y luego volvió con una bolsa de hielo y un vendaje elástico. Cuando estaba envuelto y con hielo, se sentó de nuevo.

—No sabía que conocías a Pedro.

—No lo conocía.

—Estabais fumando. —No le respondí. No tenía ninguna razón o excusa para darle—. Habla conmigo, nena.

Sacudí la cabeza.

—¿Y decir qué?

Tiré de la manta sobre mi cabeza. Mamá la tiró hacia abajo y sacó el pelo húmedo de mi ojo.

—No puedo decir que vayas a dejar de sufrir. Simplemente va a ser más fácil lidiar con eso.

Su hermano mayor había muerto en un accidente de coche cuando mamá estaba en la universidad. Todavía tenía un nudo en la garganta cuando hablaba de él. Habían sido muy unidos, creo.

—No, no quiero que se vuelva más fácil.

—¿Por qué?

Tomó el cepillo de mi mesita de noche y tiró de mí hasta que me senté. Me cepilló el pelo con movimientos largos y suaves, recordándome cuando era una niña. Cantaba y me cepillaba el pelo antes de acostarme.

—Porque si se hace más fácil... Lo voy a olvidar.

Todavía tenía la nota agarrada en la mano de mi brazo enyesado. La agarré en mi mano libre y la abrí, la leí. El papel estaba húmedo, la tinta azul se desvanecida, pero todavía legible.

Oí suspirar a mamá, algo así como un sollozo.

—Oh, cariño. No. Te lo prometo, nunca lo olvidaras. Pero tienes que dejarte sanar. No es una traición a su memoria dejar de lado el dolor. Él querría que estés bien.

Me ahogué en algo espeso y caliente en mi garganta. Yo había pensado exactamente eso. Si dejaba de recordar, si trataba de dejar ir el dolor, sería una traición a él. A nosotros.

—No es tu culpa, Lali.

Me estremecí, y mi aliento me falló.

—¿Cantarías para mí? Cómo solías hacer.

Tenía que distraerla. No podía decirle que era mi culpa. Ella acaba de tratar de convencerme de que no lo era.

Suspiró, como si viera a través de mi táctica. Tomó aire, acariciando mi pelo con el cepillo, y cantó. 

Ella cantó “Danny's Song” por Kenny Loggins. Era su canción favorita, y yo sabía todas las palabras de haberla escuchado cantándome por la noche mientras crecía. Cuando la última nota vibró en su garganta, me estremecí de nuevo, sintiendo más sangre del corazón filtrándose de mi ojo. No la limpié, simplemente la dejé caer en mi boca, por mi barbilla.

Mamá dejó el cepillo y se levantó.

—Duerme, Lali.
Asentí y me acosté. Al final me dormí y soñé. Sueños obsesionados, torturados. Los ojos de Pablo en mí, muriendo; los ojos de Pedro en mí, sabiendo.

Leí la nota de nuevo, siete veces. Recitado las palabras en voz baja como un poema.

Me desperté y el reloj marcaba las 3:38 am. No podía respirar por la presión de la pena. Las paredes de mi habitación se cerraban a mí alrededor, pulsando en mi cráneo. Me quité la bolsa de hielo derretido y envolví mi tobillo, a continuación, me puse mis pantalones flojos favoritos y una sudadera con capucha.

La sudadera con capucha de Pablo. Olía a él, y sólo hacía la presión en mi pecho peor, pero el olor me consolaba también. Atravesaba el entumecimiento y tocaba mi corazón, pellizcándolo con dedos calientes.

Bajé en silencio, despacio, torpemente, no podía utilizar el pie mucho. Por la puerta trasera, por las escaleras, por el camino empedrado que conduce al muelle.

Notas suaves de guitarra flotaban hacia mí desde el muelle de los Lanzani. Sabía quién era. La hierba estaba mojada por el rocío y la lluvia vieja bajo los pies, frío, preparándose. El aire de la noche era fino y fresco, el cielo un manto negro cubierto de plata. Mis pies descalzos estaban en silencio en la suave madera gastada del muelle. Los acordes de la guitarra no cesaron, pero sabía que él sabía que era yo.

Estaba recostado en una silla de madera, con los pies estirados frente a él, la guitarra sostenida en su estómago. Una botella de licor asentada a su lado.

—Deberías tener zapatos puestos —dijo, cogiendo una lenta y cadenciosa melodía.

No le respondí. Una segunda silla estaba asentada a unos metros de distancia de Pedro, y él sostuvo la guitarra por el cuello mientras extendía la mano para arrastrar la silla más cerca. Me acomodé en ella, consciente de su tensión, con la mano a la espera de llegar a ayudarme.

—¿Cómo está la pierna?

Levantó la botella a los labios y bebió un largo trago, y luego me lo dio.

—Duele —Tomé un sorbo indeciso. Whisky quemó mi garganta—. Oh Dios mío, ¿qué es esto? —susurré, carraspeando y tosiendo.

Pedro se echó a reír.

—Whisky Jameson Irish, nena. El mejor whisky que hay —Se inclinó hacia el otro lado de la silla, y me dio una cerveza—. Toma. Pásalo con esto.

Lo tomé, saqué la tapa y tomé un trago.

—¿Tratando de emborracharme?

Él se encogió de hombros.

—Siempre puedes decir que no.

—¿Ayuda? —le pregunté.

Tomó un sorbo de su propia cerveza.

—No lo sé. No estoy lo suficientemente borracho todavía —Él tomó otro trago del Jameson—. Te lo haré saber.

—Tal vez lo voy a averiguar por mi cuenta.

—Tal vez lo harás. Sólo no les digas a nuestros padres que conseguiste el alcohol de mí. Eres menor de edad.

—¿Qué alcohol?

Tomé otro trago ardiente del whisky. Me sentí mareada, suelta. La presión de la culpa y el dolor no se disipó, pero parecía ser empujado hacia atrás por el peso del whisky.

—Si no sueles beber mucho, no bebería más. Tiende a colarse.

Le devolví la botella y agarré la lata de cerveza fría en mi puño.

—¿Cómo sabes que no soy bebedora?

Pedro se rió abiertamente.

—Bueno, supongo que no lo sé a ciencia cierta. Pero no lo eres.

—¿Cómo lo sabes?

—Eres una buena chica. Pablo no habría salido con una chica fiestera. —Levantó su cadera y excavó en el bolsillo de sus vaqueros por los cigarrillos y el encendedor—. Además, tu reacción cuando tomaste el primer trago me dijo lo suficiente.

—Tienes razón. No soy bebedora. Pablo y yo nos emborrachamos una vez. Fue horrible.

—Puede ser divertido si lo haces bien. Pero las resacas siempre apestan.

Sopló una nube de color gris, disipándose en el cielo estrellado. Nos sentamos en silencio durante un rato, y Pedro continuó bebiendo. Dejé que el zumbido rodara sobre mí, ayudado con una segunda cerveza.

—No puedes mantenerlo dentro para siempre —dijo Pedro, sin venir a cuento.

—Sí puedo.

Tenía que hacerlo.

—Te enloquecerá. Saldrá de una manera u otra.

—Mejor loca que rota.

No estaba segura de dónde salió eso, no había pensado en ello o quería decirlo.

—No estás rota. Estás herida.

Se puso de pie y caminó tambaleándose al borde del muelle. Oí una cremallera, y luego el sonido de orina.

Me sonrojé en la oscuridad.

—¿De verdad tienes que hacer eso justo en frente de mí? — pregunté, con la voz temblando con la irritación y la risa.

Se subió la cremallera y se volvió hacia mí, balanceándose en su lugar.

—Lo siento. Supongo que fue un poco grosero, ¿eh? No estaba pensando.

—Malditamente cierto, fue grosero.

—Te dije que lo siento. No te tomé por el tipo remilgado, sin embargo.

—No soy remilgada. Sólo tengo que orinar también, y no puedo hacerlo como tú, justo al lado del muelle.

Él se rió entre dientes.

—Oh... Bueno. No sé qué decirte. ¿Podrías tratar de ponerte en cuclillas en el borde?

Solté un bufido.

—Shhh… Sí. Eso funcionaría muy bien. Me caería o me haría pis en mis tobillos. Probablemente ambas cosas.

—No te dejaría caer.

—No lo dudo.

Me nivelé en una posición vertical, luchando por encontrar mi equilibrio sin poner demasiado peso sobre el tobillo. La mano de Pedro se colocó en mi hombro, estabilizándome.

—¿Yéndote? —preguntó Pedro. Asentí—. ¿Volverás?

Me encogí de hombros.

—Probablemente. No podría dormir más si lo intentara.

Pedro soltó mi brazo para enroscar el tapón de la botella de Jameson. Esperé hasta que estuviera a mi lado otra vez, y luego hicimos nuestro camino por el sendero. Cuando empecé a girar a la izquierda hacia mi casa, Pedro tiró de mi brazo.

—Mamá y papá tienen un cuarto de baño en el sótano. Está a un paso, por lo que no tendrías que ir por alguna escalera.

Sabía esto desde hace años pasando yendo y viniendo entre mi casa y la de Pablo, pero no se lo dije.

Entró por delante de mí, a encender las luces. Esperando por mí afuera, y me ayudó a bajar al muelle, ofreciendo una presencia silenciosa y estabilizándome cuando mis pies resbalaban en la hierba mojada.

Nos instalamos de nuevo en nuestras sillas, y él recogió su guitarra, rasgó las cuerdas en algunos acordes, y luego comenzó a tocar una canción. Reconocí la canción con unos pocos acordes: “Mumford” de Mumford & Sons. Pensé que sólo tocaría, por lo que me sorprendió cuando tomó un respiro y comenzó a cantar en voz baja, melódica, rasposa. No se limitó a reproducir la canción como era, sino que la volteó, la cambió, la hizo suya. Ya una hermosa, inolvidable canción, la versión de Pedro tocó algo en mi alma.

Cerré los ojos y escuché, sintiendo la presión disminuir, sólo un poco. No abrí mis ojos cuando terminó.

—¿Tocarías otra más? ¿Por favor?

—Por supuesto. ¿Qué quieres oír?

Me encogí de hombros, inclinando la cabeza hacia atrás en la silla. Pedro tocó un par de veces, luego se aclaró la garganta. Oí el sonido líquido mientras tomaba un trago de la botella. Sentí el frío cristal tocar mi mano, lo cogí y bebí sin abrir los ojos. La quemadura era bienvenida, ahora. Estaba sintiendo un poco de paz, borracha y flotando. La culpa y el dolor todavía estaban allí, carbones ardientes apostados bajo la bruma de alcohol.

Pedro empezó otra canción, y reconocí ésta también.

—Esto es “Bridge Over Troubled Water” de Simon and Garfunkel.

La forma en que Pedro anunció la canción y el artista me hizo pensar que había hecho esto antes, que estaba cayendo en un hábito. ¿Era un artista? De nuevo parecía demasiado grande, demasiado áspero, demasiado primitivo y duro para ser un hombre de sentarse en cafés detrás de un micrófono tocando canciones indie folk. Sin embargo...

Escucharlo tocar y alzar la voz para cantar las notas altas de apertura, parecía natural.

Me impresionó la belleza agreste de su voz. El convirtió la canción en un poema. Deseaba desesperadamente, en ese momento, encontrar mi propio puente sobre las aguas turbulentas de mi dolor.

Pero no había ninguno. Sólo el río revuelto de las lágrimas no derramadas. Cuando la canción terminó, Pedro cambió a otra canción, que yo no conocía y que no anunció, baja y suave, una melodía circular que flotaba arriba y abajo en el registro. Él tarareó en algunos lugares, un latido bajo profundo en el fondo de su garganta. Algo acerca de la canción alcanzó a través del alcohol y la armadura de entumecimiento alrededor de mi dolor. No había palabras, pero era triste, no obstante. No podría explicarlo, pero la canción sólo rezumaba dolor, hablaba de duelo.

Sentí calor espeso en la parte posterior de mi garganta, y sabía que no sería capaz de contenerme esta vez. Lo intenté. Intenté ahogarlo hacia abajo como el vómito, pero ocurrió de todos modos, brotando más allá de mis dientes en gemidos irregulares. Me oí jadear, y luego un lamento alto en mi garganta, un largo y atormentado gemido.

Pedro golpeó las manos sobre las cuerdas, silenciándolas.

—¿Lali? ¿Estás bien?

Su voz fue el impulso que me empujó sobre el borde. Me disparé de la silla, saltando lejos del muelle, cojeando. Corrí, cojeando desesperadamente. Golpeé la hierba y continué. No para la casa, no para el camino, sólo... Yendo. Lejos. En cualquier lugar. Terminé en la arena, donde los pies se hundieron profundamente y se deslizaron. Caí de rodillas, un llanto estrepitoso en mi garganta, temblando en mi boca. Me arrastré por la arena, al borde del agua lamiéndome suavemente. Agonía golpeando a través de mi brazo mientras me deslizaba sobre la arena. Líquido frío lamió mis dedos. Sentí las lágrimas corriendo por mis mejillas, pero aún estaba callada. Oí los pies de Pedro crujiendo en la arena, vi sus pies descalzos parado a un pie de distancia, los dedos encrespándose en la arena, balanceándose sobre sus talones, excavando profundo mientras se agachaba junto a mí.

—Déjame sola.

Me las arreglé para rallar las palabras a través de los dientes apretados.

Él no respondió, pero tampoco se movió. Arrastré respiraciones profundas dentro y fuera, luchando por mantenerlo dentro.

—Vamos, Lali. Déjalo salir.

—No puedo.

—Nadie lo sabrá. Será nuestro secreto.

Sólo podía mover la cabeza, saboreando arena en mis labios. Mi respiración se volvió desesperada, desigual, jadeando en la arena de la playa. Su mano tocó mi hombro.
Me retorcí alejándome, pero su mano se quedó en su lugar como pegada. Ese simple contacto, inocente era fuego en mi piel, quemando a través de mí y desbloqueando las puertas alrededor de mi pena.

Fue apenas un sollozo al principio, una histérica inhalación rápida. A continuación, un segundo. Y luego no pude detenerlo. Lágrimas, una inundación de ellas. Sentí la arena enfriarse y ponerse lodosa debajo de mi cara, sentí mi cuerpo temblando incontrolablemente. Él no me dijo que estaba bien. No trató de tirar de mí en su contra o en su regazo.

Mantuvo la mano en el hombro y se sentó en silencio junto a mí.
Sabía que no sería capaz de detenerme. Lo dejé ir, y ahora el río fluiría sin represarse. No. No. Sacudí la cabeza, apreté los dientes, me levanté y me dejé caer con fuerza, enviando una lanza de dolor a mi brazo. El dolor era una droga, y lo acepté con avidez. Era una presa, deteniendo la ola de lágrimas. Jadeaba, emitiendo un gemido de mi garganta. Me obligué a levantarme, luchando en la arena como una loca, pelo salvaje y cubierto de arena. Pedro se puso de pie, me cogió del brazo y me puso de pie.

Aterricé duro, demasiado duro, y no pude detener el grito de dolor mientras mi tobillo se sacudía. Me caí hacia adelante, sobre Pedro. Me atrapó, por supuesto.

Olía a alcohol, perfume, cigarrillos. Sus brazos rodearon mis hombros y me mantuvieron en el sitio. 
Los sollozos subían y bajaban dentro de mí, levantados por la culpa de encontrar placer y comodidad, bañados por lo mismo.

Dejé mi frente descansando bajo su mentón, sólo por un momento. Sólo un momento. Sólo hasta que recupere el aliento. No significaba nada.

Es sólo un momento de comodidad, Pablo. Me encontré hablando con él, como si pudiera oírme. Esto no quiere decir nada. Te amo. Sólo a ti.
Pero luego él se movió, mirándome. Así que, por supuesto, tenía que inclinar la cabeza hacia arriba y mirarlo a los ojos. Maldito sus ojos, tan suaves, tan penetrantes y brillantes y azules y hermosos. Sus ojos...

Me ahogaron. Me succionaban hacia adentro, zafiro oscuro mezclado con azul aciano, azul cielo, azul hielo tantos tonos de azul.

Me caí hacia adelante, hacia él. Probé Jameson en su aliento, calor sobre mis labios, suave calor húmedo recorriendo el poder de sus labios.

Fue sólo un momento, el más breve instante de contacto. Un beso, un instante de debilidad, como la atracción inevitable de la gravedad. La conciencia se revolvió a través de mí, me llamó la atención como un puñal en el corazón.

Me arrojé hacia atrás de su cuerpo, de sus brazos, lejos de la ahogada comodidad de sus brazos, sus labios.

—¿Qué estoy haciendo? —Tropecé hacia atrás—. ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué diablos estoy haciendo?

Me di la vuelta y me alejé cojeando tan rápido como pude, casi colgando de mi cordura, apenas 
manteniendo la culpa de comerme viva. Pedro me siguió, corrió alrededor delante de mí y me detuvo con sus manos en mis hombros.

—Espera, Lali. Espera. Sólo espera.

Me torcí liberándome.

—No me toques. Eso... Eso estuvo mal. Tan mal. Lo siento... lo… lo siento.

Sacudió la cabeza, los ojos hirviendo por la emoción.

—No, Lali. Simplemente sucedió. Lo siento también. Simplemente sucedió. No está mal.

—¡No está bien! —Yo estaba casi gritando—. ¿Cómo puedo besarte cuando él está muerto? ¿Cuándo él hombre al que amo se ha ido? ¿Cómo puedo besarte cuándo... Cuándo yo… Cuándo Pablo…?

—No es tu culpa. Lo permití también. No es tu culpa. Simplemente sucedió.

Él se mantuvo diciendo eso como si pudiera ver la culpa, el peso secreto del conocimiento horrible.

—¡Deja de decir eso! —Las palabras fueron arrancadas de mí antes de que pudiera detenerlas—. ¡Tú no sabes! ¡No estabas allí! Él está muerto y yo…

Mordí las dos últimas palabras. Pensando en ellas, sabiendo que son ciertas es una cosa, decirlas en voz alta al hermano de Pablo, a quien yo besé, es otra.

Él estaba cerca de mí otra vez, de alguna manera. No tocando, pero a sólo unos centímetros separándonos. Esa franja de aire entre nosotros crujía, chispeaba y escupía.

—Ya no estamos hablando sobre el beso, ¿verdad?

Su voz vibraba bajo, cableado con pasión, entendimiento. Sacudí la cabeza, mi única respuesta para tantas cosas.

—Yo no puedo… No puedo… No puedo...

Sólo podía darme la vuelta, y esta vez Pedro Lanzani me dejó salir. Él me miraba, podía sentir sus ojos en mí. Podía sentirlo conociendo mis pensamientos, ahondando profundamente en mi alma secreta, donde la culpa y el dolor supuraban como un absceso.

Llegué a mi habitación, a mi cama. Mis ojos se cerraron, y todo lo que veía era a Pablo morir, una y otra vez. Entre las imágenes de su último aliento, veía a Pedro. Su rostro cada vez más cerca, su boca en la mía. Tenía ganas de llorar, de gritar, de sollozar. Pero no pude. Porque si lo hiciera, nunca me detendría. Nunca jamás. Sólo habría un mar de lágrimas.

Caliente sangre del corazón se derramaba de mi cara. De mis ojos y mi nariz y mi boca. No lágrimas, porque éstas nunca pararían. Esto era sólo la angustia líquida manando de mis poros.
La montaña de presión, el peso del dolor y la culpa... Era todo lo que podía sentir. Era todo lo que alguna vez sentiría. Ya lo sabía. Sabía, también, que aprendería a ser normal otra vez, algún día. Para vivir, para ser, para parecer bien.

Vale, sería sólo superficial, sin embargo.

 La nota estaba bajo mi almohada. La desplegué, la miré. ... Y ahora estamos aprendiendo cómo enamorarnos juntos. No me importa lo que alguien más diga. Te amo. Yo siempre te amaré, no importa lo que pase con nosotros en el futuro. Te amo ahora y para siempre.
Vi la mancha donde mi lágrima había caído, manchando los trazos de tinta azul, trazos negros en un patrón de Rorschach repentino. Otra gota mojada cayó en el papel, justo debajo de la escritura esta vez. 
La dejé hundirse y manchar. La inclinación descendente de la 'Y' en su firma garabateada desdibujada y luego borrada.


Finalmente, la fuga lenta se detuvo y me quedé dormida. Soñaba con ojos marrones y azules, de un fantasma a mi lado, amándome y un hombre de carne y hueso sentado en un muelle, bebiendo whisky, tocando la guitarra, y el recuerdo de un beso ilícito. En el sueño, él se preguntó que significaba. En el sueño, él se coló en mi habitación y me besó de nuevo. Me desperté de ese sueño sudando y temblando y con náuseas por la culpa.

6 comentarios:

  1. ahhhhhhhhhh
    seguila, ahora que me doy cuenta esta adaptacion es parecida a mi novela , jajaja, pero me parece que esta va ir por otro lado
    ah mi blog es : lecturalaliter18.blogspot,com
    seguila

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  2. aaa quiero saber como se llama el libro me resulta conocido
    masssssss
    @x_ferreyra07

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  3. Peter,otro tierno y dulce.

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  4. Me encantó si estaba un poco larga y empecé a leer buscando el momento que me dijiste y cuando llegue ahí alv me encanta me encanta

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  5. Ayyy me encanta !!!!!
    Es taan diferente ! Ay no pobre Lali ella se culpa de lo que paso !
    Me no se mucha tristeza lo que ella se hace para no llorar !
    Me gusta mucho que loa cap sean largos ! Baja
    Ayy apareció Peter ! Hubo beso !,
    No se que onda Petere espero ir sabiendo más de el lo que creo es que el la va a ayudar mucho !
    Más me encanta mychoooo

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